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SAN MIGUEL ARCÁNGEL, DEFENSOR DE LOS MORIBUNDOS Y PSICOPOMPO (Primera Parte)
por Mendo Crisóstomo
San Miguel Arcángel, gloriosísimo príncipe de los ejércitos celestiales, tiene como tarea rescatar a las almas de los fieles del poder y tentaciones del Antiguo Enemigo.
Por eso es el protector de las parturientas, de los niños que han de nacer y de los recién nacidos. Pero especialmente a la hora de la muerte, ya que ese estado de espera hasta reunirse con Dios es el más aprovechado por Satanás para buscar los resquicios por los que pervertir el alma y así poder llevársela para siempre.
El soberbio y arrogante Satanás tiembla sólo con escuchar su nombre, pues le recuerda el grito de «Quis ut Deus?» con que el humilde San Miguel le respondió cuando se rebeló contra Dios bajo el grito de «Non Serviam!» (¡No te serviré!).
La mayor parte de los ángeles, unidos al grito de «Quis ut Deus?» (¿Quién como Dios?) siguieron a San Miguel Arcángel y, capitaneados por éste, derrotaron a Satanás y a los ángeles que le habían seguido en su pérfida rebelión.
La muerte es una clara (y tangible) constatación de las consecuencias del pecado original en nuestra naturaleza. Desde momentos antes de producirse, los demonios ya preparan sus tentaciones para actuar en la última oportunidad que van a tener de llevarse consigo al moribundo: hacerle morir en la impenitencia final.
Sin embargo, aparte de que Dios nunca permite que seamos tentados por encima de nuestras propias fuerzas, en esos terribles y angustiosos momentos de la muerte también acudirá el Arcángel San Miguel a la cabeza de otros ángeles, con el objetivo de conseguir que el moribundo muera con la perseverancia final de la fidelidad a Cristo. O bien, si vivió infiel a Cristo, se presentarán allí con el objetivo de que alcance el arrepentimiento y perdón de sus pecados antes de que sea demasiado tarde.
Después, en el instante mismo de su muerte, tiene lugar el Juicio Particular; se le presentan —ya visiblemente— los demonios, encabezados por su príncipe, el Antiguo Enemigo del género humano, frente a San Miguel Arcángel, que tendrá como tarea defenderle en ese juicio y, si sale absuelto, conducirlo protegido hasta el Cielo (directamente o llevándole primero al Purgatorio).
Dentro de la Escatología (definida fundamentalmente en 1274 en el Concilio II de Lyon, en la constitución Benedictus Deus de 1336, promulgada por Benedicto XII y en 1439 en el Concilio de Florencia), se distinguen la Escatología Intermedia y la Escatología Final.
El Juicio Particular, producido instantáneamente tras la muerte, se contiene en la Escatología Intermedia. El alma, al separarse del cuerpo, recibe la salvación eterna (bien sea inmediata o bien tras la conveniente purificación en el Purgatorio), o la condenación eterna.
La Escatología Intermedia es la fase personal dentro de la lucha cósmica que se produce, por un lado, entre Satanás (que ampara la Ciudad del hombre mundano) y San Miguel, que combate con las fuerzas de Dios (y que ampara la Ciudad de Dios). En este caso, entablan una lucha por el alma del moribundo.
Cada día, antes de oficiar el Santo Sacrificio de la Misa, San Anselmo rezaba la siguiente oración:
«San Miguel Arcángel de Dios, custodio del Cielo, venid en mi ayuda en el momento de mi muerte; sed mi defensa contra el Espíritu Maligno y conducid mi alma a la gloria del Paraíso.»
San Anselmo, Doctor de la Iglesia, cuenta una interesante anécdota a este respecto: había un piadoso religioso, cuyo bautismo había sido tardío, a quien, en sus últimos momentos, le asaltó el Diablo, apareciéndose para acusarle de todos los pecados que había cometido antes de ser bautizado. En aquellos momentos, se presentó allí San Miguel. Respondió a las acusaciones alegando que todos esos pecados habían sido borrados en culpa y en consecuencias con el Bautismo.
Entonces Satanás le acusa de los pecados cometidos después del Bautismo. San Miguel declaró entonces que tales pecados le habían sido perdonados en la confesión general hecha antes de profesar a la vida religiosa. Incansable, Satanás le acusó de sus negligencias y faltas durante su vida religiosa, pero San Miguel refutó las acusaciones dando testimonio sus confesiones y buenas obras durante su vida religiosa, recordándole que lo que le quedaba por expiar lo había hecho a través del sufrimiento de su enfermedad, vivido con resignación y paz.
San Miguel Arcángel, en efecto, fue siempre reconocido como el gloriosísimo Príncipe de los Ejércitos Celestiales, como protector de los ejércitos cristianos contra los enemigos de la Iglesia y como defensor de los cristianos contra los poderes diabólicos, trabajando por conseguir una buena muerte para cada uno de aquéllos.
Protector de los moribundos, los defiende de las asechanzas del Diablo y los recibe inmediatamente y conduce hasta el Cielo si se lo han ganado y si han salido absueltos del juicio particular.
El Papa San Gregorio Magno, Padre y Doctor de la Iglesia, nos enseña (Homilías sobre los Evangelios 9, 8-9):
«Nosotros debemos procurar y pensar con grandes lamentos cuán rabioso y terrible nos asaltará en el día de nuestra muerte el príncipe de este mundo, nos asaltará reclamando sus obras en nosotros, pues que acudió a Dios que moría en la carne, y hasta buscó algo en él (Is. 14,30), en quien nada suyo pudo hallar…
¿Qué diremos al enemigo que reclama y que halla en nosotros muchas cosas suyas sino solamente que tenemos un refugio seguro y una firme esperanza, porque nos hemos hecho una misma cosa con Aquél en quien el príncipe de este mundo también reclamó algo suyo, pero nada pudo hallar, porque sólo Él está libre entre los muertos (Ps. 87,5), y que ya hemos sido librados del pecado con una verdadera libertad, porque estamos unidos a Aquél que es verdaderamente libre?»
Otro Santo Doctor y Padre de la Iglesia, San Jerónimo, autor de la Vulgata, decía que San Miguel asiste a las almas desde su aparición sobre la tierra, pero sobre todo en el terrible trance de la muerte.
Orígenes, San Juan Crisóstomo, San Eusebio y otros Padres de la Iglesia nos enseñan también cómo se presenta el Diablo con otros demonios en el momento de la muerte de cada uno y cómo San Miguel acude para cumplir con la psicostasis (pesar las almas) y para efectuar su trabajo de psicopompo.
San Miguel se encarga, pues, de efectuar la psicostasis. Por ello, a lo largo de los siglos, se le ha representado con una balanza, en la que pesa las buenas acciones de cada alma, e interviene Satanás para influir negativamente en este pesaje y lograr que pesen más las malas acciones.
Pero también es psicopompo, porque se encarga de conducir las almas de los difuntos y proteger de los demonios a los moribundos, ayudándoles a obtener una buena muerte y librándolos de los demonios que acechan.
Esta actuación de San Miguel Arcángel aparece testificada ya en la Epigrafía conservada del Cristianismo Primitivo (vid. R. Infante, «Michelle nella Letteratura apocrifa del Giudaismo del Secondo Tempio», Vetera Christianorum 34, 1997, 211-229.) e incluso en una obra tan importante para los orígenes del Cristianismo como el Pastor de Hermas (I, 3).
En el monte Gárgano, al sur de la península Itálica, desde el siglo V está presente el culto a «San Miguel Arcángel, taumaturgo, psicopompo, psicagogo», y allí cuenta con un importante santuario, quizá el más importante de cuantos se le han dedicado en la Cristiandad.
A lo largo de la Edad Media, a San Miguel Arcángel se le consagrarán numerosas capillas en los cementerios (vid. E. Mâle, L’art religieux du XII siècle en France, Paris, 1924). En el Museo de Arte Catalán de Barcelona, se conserva una representación románica del siglo XIII en la que se aprecia a los Arcángeles San Miguel y San Gabriel transportando un alma al Cielo.
Cuando el difunto ha alcanzado su salvación, si no tenía que pasar por el Purgatorio, San Miguel Arcángel en persona lo llevará hasta el Cielo, donde, tras ser recibido por los mártires, por los santos de su devoción y por los seres queridos que se han salvado, San Miguel Arcángel le presentará a Dios.
Como ya hemos hecho en alguna otra ocasión, reproducimos aquí un artículo de la intelectualmente honrada Agencia Faro, haciendo solamente algunas modificaciones en el formato gráfico, y añadiendo ilustraciones; esta vez se trata de mostrar por qué los católicos deben creer en el Limbo, por ser la enseñanza sobre el Limbo una doctrina creída siempre por todos los católicos de la historia.
Negar la realidad del Limbo supondría poner en tela de juicio el dogma de la Indefectibilidad de la Iglesia, puesto que este dogma implica que la Iglesia jamás estuvo errada en una doctrina de la fe.
Actualmente, debido a sentimentalismos y a una alta dosis de soberbia, muchos creen ingenuamente que entrar en el Reino de los Cielos es una especie de derecho. Por intensos que sean sus caprichos y deseos sentimentales de variar la realidad sobrenatural, ésta seguirá siendo tal y como ha venido siendo hasta ahora, y NADIE podrá jamás cambiarla.
Ni siquiera un papa, aunque intentara hacerlo, podría jamás modificar las realidad objetiva de las enseñanzas que han sido siempre creídas por los fieles católicos de todas las épocas.
Por eso decía el otrora Cardenal Ratzinger, actual Papa Benedicto XVI:
«Tras el concilio Vaticano II se generó la impresión de que el Papa podía hacer cualquier cosa […]su potestad se liga a la tradición de la fe […] La autoridad del Papa NO es ilimitada: está al servicio de la Santa Tradición «.
(Joseph Ratzinger, Introducción al Espíritu de la Liturgia , Ediciones San Pablo, pág. 162.)
Y San Vicente de Lérins, Doctor de la Iglesia, nos deja claro en su Conmonitorium cómo actuar en tiempos en los que alguien quiere modificar alguna enseñanza de siempre:
«Y si algún contagio nuevo se esfuerza en envenenar, no ya una pequeña parte de la Iglesia, sino toda la Iglesia entera a la vez incluso, entonces su gran cuidado será apegarse a la antigüedad, que evidentemente no puede ya ser seducida por ninguna mentirosa novedad»
Uno de los que pretenden cambiar las enseñanzas de siempre sobre el Limbo ha sido el ya fallecido obispo Alessandro Maggiolini, uno de los redactores del llamado “Catecismo de la Iglesia Católica”. Maggiolini, con tan pocos “respetos humanos” que a menudo vestía de ministro anglicano y no de obispo católico, es también conocido por sus afirmaciones ambiguas respecto al uso de la píldora y del preservativo, así como por las famosas acusaciones de haber encubierto los crímenes del sacerdote Mauro Stefanoni, pederasta defensor acérrimo del Concilio Vaticano II.
Mendo Crisóstomo
Los católicos sí creemos en el limbo
por L.I.A. (Extraído de Agencia FARO, 24/Abril/2007)
P. ¿Pues hay más que un infierno?
R. Sí, padre, hay cuatro en el centro de la tierra que se llaman: infierno de los condenados, purgatorio, limbo de los niños y limbo de los justos o seno de Abraham.
P. ¿Y qué cosas son?
R. El infierno de los condenados es el lugar donde van los que mueren en pecado mortal, para ser en él eternamente atormentados. El purgatorio; el lugar donde van las almas de los que mueren en gracia, sin haber enteramente satisfecho por sus pecados, para ser allí purificados con terribles tormentos. El limbo de los niños, el lugar donde van las almas de los que antes del uso de la razón mueren sin el Bautismo; y el de los justos o seno de Abraham el lugar donde, hasta que se efectuó nuestra redención, iban las almas de los que morían en gracia de Dios, después de estar enteramente purgadas, y el mismo a que bajó Jesucristo real y verdaderamente.
(Catecismo de la Doctrina Cristiana, escrito por el P. Gaspar Astete, añadido por el licenciado don Gabriel Menéndez de Luarca)
Durante generaciones, durante siglos, los españoles —decir católicos españoles era, hasta no hace tanto, una redundancia— hemos aprendido la verdad del limbo con el célebre Astete. Sin embargo, un despacho de la agencia oficial vaticana Zenit nos contaba el 4 de mayo de 2006, ufanamente:
Monseñor Alessandro Maggiolini, teólogo y uno de los redactores del Catecismo de la Iglesia Católica, explica por qué el limbo ya no aparece en la doctrina cristiana. Monseñor Maggiolini aclara que de este tema no se habla porque «es una hipótesis teológica que no parece fundada sólidamente en la Revelación. El silencio es una opción bastante sabia también porque el limbo, si se hubiera nombrado, no habría podido ser comparado ni con el paraíso ni con el infierno. Dos condiciones de las que a menudo se habla de una manera analítica y un poco petulante en cierta catequesis popular torpe. El Catecismo parece en cambio sugerir que, al final de la vida terrena, no hay soluciones intermedias entre beatitud y condena».
Según Maggiolini, el Catecismo del Padre Astete debe ser «catequesis popular torpe». También debe serlo la clásica definición de San Vicente de Leríns en su «Commonitorio», según la cual la Fe de la Iglesia consiste en «lo que ha sido creído siempre, por todos y en todo lugar».
Mas una sencilla consulta al Denzinger nos confirma que esta «hipótesis teológica» —según el Vaticano actual— la sostiene solemnemente el Magisterio al menos en dos ocasiones.
Lo hace en 1321 el Papa Juan XXII, en la carta Nequaquam sine dolore a los armenios.
Lo hace en 1794 Pío VI, en la constitución Auctorem Fidei, condenando los errores del Sínodo de Pistoya:
La doctrina que reprueba como fábula pelagiana el lugar de los infiernos (al que corrientemente designan los fieles con el nombre de limbo de los párvulos) … es falsa, temeraria e injuriosa contra las escuelas católicas.
¿Cómo entender, pues, que la Comisión Teológica Internacional, dependiente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que empezó a estudiar la creencia en el limbo en 2004, publique en abril de 2007 un documento que dice cosas como que ésta refleja una «visión excesivamente restrictiva de la salvación», que existen «serias razones teológicas para creer que los niños no bautizados que mueren se salvarán y gozarán de la visión beatífica»?
¿Cómo entender que el cardenal Ratzinger, entonces prefecto de la misma congregación, afirmara en 1984 que el limbo era «sólo … una hipótesis teológica» y que lo mejor sería no tenerla en cuenta? ¿Cómo aceptar que en el Nuevo Catecismo el limbo haya sido omitido?
Siempre hemos creído que en el limbo se goza de felicidad natural, ya que no de la visión de Dios. Siempre hemos creído también —y ese es el centro de nuestra Fe— que nos salvamos por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, por su Pasión y Muerte en la Cruz. Si el bautismo no es necesario, si se puede entrar en el Cielo con la mancha del pecado original, en vano se encarnó Dios. En vano fue crucificado. En vano resucitó. En vano existe la Iglesia, en vano existen los sacramentos.
El documento se titula «La esperanza de salvación para los niños que mueren sin ser bautizados» y, según la comisión, el limbo representaba un «problema pastoral urgente», ya que cada vez son más los niños nacidos de padres no católicos y que no son bautizados y también «otros que no nacieron al ser víctimas de abortos»; «es cada vez más difícil aceptar que Dios sea justo y misericordioso y a la vez excluya a niños que no tienen pecados personales de la felicidad eterna». Si hubiese que juzgar por estas palabras, parecería que la Comisión Teológica Internacional, la Congregación para la Doctrina de la Fe y el Vaticano que autoriza la publicación del documento en cuestión, están más preocupados por el sentimentalismo contemporáneo que por las verdades de Fe.
«es cada vez más difícil aceptar que Dios sea justo y misericordioso y a la vez excluya a niños que no tienen pecados personales de la felicidad eterna»
Otro despacho de Zenit, de 2 de octubre de 2006, arrojaba más luz sobre el espíritu que guía a la tal Comisión:
La Comisión Teológica Internacional comenzó este lunes su sesión plenaria en el Vaticano en la que, entre otras cosas, está analizando el borrador de un documento sobre los niños fallecidos sin el bautismo.
Así lo confirma un comunicado, emitido este sábado por la Oficina de Prensa de la Santa Sede, explicando que la reuniones están presididas por el cardenal William Joseph Levada, presidente de la Comisión, en cuanto prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Los documentos de esta Comisión no forman parte del Magisterio de la Iglesia, buscan ayudar a la Santa Sede y especialmente a la Congregación para la Doctrina de la Fe a examinar cuestiones doctrinales de particular importancia.
En diciembre del año 2005, al hablar de este documento en redacción, el secretario general de la Comisión Teológica Internacional, el padre Luis Ladaria, S.I., explicó a los micrófonos «Radio Vaticano» que sobre el «limbo» «no hay una definición dogmática, no hay una doctrina católica que sea vinculante».
«Sabemos que durante muchos siglos se pensaba que estos niños iban al Limbo, donde gozaban de una felicidad natural, pero no tenían la visión de Dios. A causa de los recientes desarrollos no sólo teológicos, sino también del Magisterio, esta creencia hoy está en crisis», aclaró.
Para entender la cuestión el padre Ladaria aclaró: «Tenemos que comenzar por el hecho de que Dios quiere la salvación de todos y que no quiere excluir a nadie; tenemos que fundamentarnos en el hecho de que Cristo ha muerto por todo los hombres y de que la Iglesia es un sacramento universal de salvación, como enseña el Concilio Vaticano II».
De modo que el motor de esta «abolición» del limbo son «los recientes desarrollos no sólo teológicos, sino también del Magisterio … que Cristo ha muerto por todos los hombres y de que la Iglesia es un sacramento universal de salvación, como enseña el Concilio Vaticano II».
¿A qué nos suena esto de «por todos los hombres»? Volvamos al despacho de Zenit de 4 de mayo de 2006, y a Monseñor Maggiolini:
Es mejor no ser demasiado curiosos respecto a los medios que usa Cristo, el cual quiere salvar «a vosotros y a todos», como dice la fórmula de la consagración eucarística.
Monseñor Maggiolini, ¿se engaña, o quiere engañarnos? Bien es verdad que las versiones vernáculas del Novus Ordo Missae dicen, con sospechosa unanimidad, «sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados».
Mas también es verdad que esa no es la traducción de las palabras de Nuestro Señor Jesucristo. Después de casi cuarenta años de falsificación de las palabras del Redentor, en noviembre de 2006 la Congregación del Culto Divino decretó que «pro multis» debe traducirse como «por muchos». El prefecto de dicha congregación, Francis Arinze, a quien de momento nadie está haciendo caso, justificaba confusamente tanto el cambio como la mala traducción, diciendo entre otras cosas:
«Por muchos» es una traducción fiel de «pro multis» en tanto que «por todos» es más bien una explicación más adecuada a la catequesis.
Respecto a las palabras que se añaden: Por vosotros y por muchos, las primeras están tomadas de San Lucas, y las otras de San Mateo (Luc., XXII, 20; Matt. XXVI, 28), pero que las juntó seguidamente la Santa Iglesia, instruida por el Espíritu de Dios; y son muy propias para manifestar el fruto y las ventajas de la pasión. Porque, si atendemos a su valor, habrá que reconocer que el Salvador derramó su sangre por la salvación de todos; pero si nos fijamos en el fruto que de ella sacan los hombres, sin dificultad comprenderemos que su utilidad no se extiende a todos, sino únicamente a muchos. Luego, cuando dijo: por vosotros, dio a entender, o a los que estaban presentes, o a los escogidos del pueblo judío, cuales eran sus discípulos, excepto Judas, con los cuales estaba hablando. Y cuando dijo: por muchos, quiso se entendieran los demás elegidos de entre los judíos o los gentiles. Muy sabiamente, pues, obró no diciendo por todos, puesto que entonces sólo hablaba de los frutos de su pasión, la cual sólo para los escogidos produce frutos de salvación. A esto se refieren las palabras del Apóstol (Hebr., IX, 28): Cristo ha sido una sola vez sacrificado para quitar de raíz los pecados de muchos; y lo que dijo el Señor, según San Juan (Joan., XVII, 9): Por ellos ruego Yo ahora: no ruego por el mundo, sino por estos que me diste, porque tuyos son.
Una Comisión Teológica Internacional, sin rango magisterial alguno, enmienda la plana al Magisterio. De forma parecida a como, hace unos años, las conferencias episcopales de los países de habla hispana fueron enmendando la plana a Nuestro Señor Jesucristo, imponiendo cambios en el Padrenuestro. El principal, por cierto, cambiando «deudas» («et dimitte nobis debita nostra») por «ofensas»; y, por lo tanto, al hacer olvidar la deuda, que permanece tras el perdón de los pecados, haciendo olvidar también el «purgatorio; el lugar donde van las almas de los que mueren en gracia, sin haber enteramente satisfecho por sus pecados, para ser allí purificados con terribles tormentos» (Catecismo del Padre Astete). Primero el Purgatorio, ahora el Limbo.
Parece, sin embargo, que con Trento, con los Papas, con el Padre Astete y con «lo que ha sido creído siempre, por todos y en todo lugar» en la Iglesia, los católicos vamos a tener que seguir creyendo en el limbo.
Que es, aunque los de esa comisión no quieran entenderlo, una prueba más de la misericordia de Dios.